La presencia de la realeza en Aranjuez es imperativo de su existencia. A pesar de su importancia por estar en la confluencia del Tajo y Jarama, no es hasta el establecimiento de la Orden de Santiago en el siglo XIV en la ribera cuando comienza su relevancia. A penas un siglo después, el papa Inocencio VII concede la administración de las órdenes militares a Fernando el Católico, por lo que las tierras de Aranjuez pasaron a la Corona.
El ideal de Carlos I de crear el Sito Real se hizo realidad con Felipe II, que dotó al lugar de unos límites establecidos gracias a la incorporación de las encomiendas de los terrenos de la orden, como Otos, Ocaña u Oreja. El objetivo era crear un lugar de recreo, que mostrara el poder y que fuera autosuficiente, uniendo las construcciones palaciegas con el entorno natural. De hecho, fue el rey Felipe II quién prohibió la construcción de casas particulares en Aranjuez, por lo que hasta el siglo XVIII no pudo ser un núcleo de población común. Básicamente era una finca privada de la realeza.
El mismo que estableció la capitalidad en Madrid en 1561, impulsó el palacio, los jardines y las huertas. Este paisaje que unía residencia de descanso con innovaciones tecnológicas fue el idóneo como escenario de las fiestas cortesanas. Así, siempre con el fin de ensalzar la imagen del monarca y de la prosperidad de su reinado –aunque no fuese real–, los espectáculos usaban al extremo las posibilidades plásticas y simbólicas del arte efímero y la música de su momento sin escatimar en gastos ni en pompa.
Con la llegada de los borbones a la corona hispana la fama de la residencia de Aranjuez se extendió por las cortes europeas por sus celebraciones, como fue el cumpleaños de Felipe IV en 1622. En él, se representó La Gloria de Niquea, una representación teatral para la cual se construyó un inmenso escenario en el Jardín de la Isla con una compleja maquinaria para los decorados, arquitectura y escultura efímera, e iluminación artificial, según la descripción del dramaturgo de la época Hurtado de Mendoza.
La arquitectura de Bonavía y las fiestas de Farinelli fueron el colofón del Sitio Real
Las mejores fiestas y los inicios de la ciudad
Por encima de Felipe IV y Felipe V, las fiestas más notables de Aranjuez sucedieron durante el reinado de Fernando VI y Bárbara de Braganza. El cantante italiano y genio en la organización de eventos Carlos Broschi, conocido como Farinelli, desencadenaron una serie de eventos que dejó huella la época y motivaron el continuismo constructivo de Aranjuez.
Tras la orden de reforma del conjunto palaciego tras su incendio en 1748, se le encomendó al mismo arquitecto, el italiano Bonavía, la transformación de la “finca privada real” en una ciudad cortesana exnovo, marcando los ejes actuales de nuestro municipio. La nueva Aranjuez resolvía un problema que venía arrastrando desde hacía mucho, la falta de alojamiento para los cortesanos. Ahora sí, las celebraciones podían tener más público y un espacio con propia escenografía. Farinelli planeaba sesiones musicales y óperas durante diez meses del año y en plena primavera la ciudad bullía.
De entre todas, sobresale la llamada Escuadra del Tajo de 1752, se trataba de una flota de quince barcos en los que la realeza navegaba bordeando el paisaje ribereño mientras se deleitaban de música en directo. Asimismo, fueron famosos los festejos por el santo del rey o las fiestas de San Fernando, como se aprecia en los lienzos de Battaglioli referidos a las celebraciones de 1756.
